Aquella mañana Claudia estaba más sonriente que de costumbre. Me despertó con un beso y preparó el desayuno, e incluso lió el cigarro con el que yo solía terminarlo. A mis tiernos veintitrés años de edad haber viajado a Venecia para uno de los Carnavales más famosos del mundo era un acontecimiento tan feliz que pasé por alto esta inusualidad. La había conocido en Madrid, durante un curso de Erasmus en el que ella había solicitado acudir a clases en mi Universidad. Y nos enamoramos. Entre charlas sobre amor, los diferentes ex de cada uno, Nietzsche y Schopenhauer creció un afecto que nos llevó a mantener dos años de intensa relación, hasta entonces. Si bien, es cierto que tuve algunos escarceos cuando ella volvió a su ciudad natal una vez finalizada la beca, pero los consideré inocuos, carentes de un auténtico significado o valor. Por encima de todo siempre estaba ella.
Se sucedieron en el tiempo los viajes, en los cuales iba yo descubriendo la ciudad centenaria bajo su experta guía. El mes de febrero finalmente se presentó la oportunidad de acudir al Carnaval. Por teléfono me comentó entusiasmada que iríamos al centro con unos amigos comunes, todos italianos. Pero esa misma mañana en que ella me sonreía tanto, de improviso cambió de parecer.
- No vamos a ir con ellos esta tarde, cielo, te he preparado una sorpresa especial.
Acostumbrado a su solicitud, pero no tanto a las sorpresas de una vida y una rutina cuidadosamente planificada, abrí los ojos con incredulidad.
- Pensaba que te hacía ilusión llevarme a ese desfile de disfraces…
Dejó en el fregadero la taza del desayuno y se acercó pizpireta. Tenía un gesto infantil, inequívocamente malévolo, mientras se aproximaba, con las manos cruzadas a la espalda y esa sonrisa que andaba luciendo desde el amanecer.
- Es una sorpresa, y las sorpresas no se avisan con antelación, tontito- se burló.
El tono de voz era tan dulce y cariñoso que no pude sino sonreír y aceptar. Al fin y al cabo, era mi novia, ¿qué mal podía desearme?
Transcurrió tranquilo el día bajo el sol de la campiña italiana, y llegada la media tarde, con el sol acurrucándose tras las montañas tomamos el tren desde la desolada estación del pequeño pueblo en dirección a la “isola”. De noche no funcionan los transportes en la famosa ciudad, por lo que quedaríamos atrapados hasta la mañana siguiente, en un febrero gélido y en una ciudad cuyas callejuelas se vuelven tenebrosas ataviadas con la luz plateada de la luna. Nuestros pasos tronaban por el empedrado desierto, alejados de la mundanal Plaza de San Marcos. Claudia ejercía de anfitriona y se manejaba con soltura nativa en el laberinto de calles cercanas a la escuela naval, guiando mis ciegos pies. Girábamos a izquierda y derecha siguiendo un itinerario oculto a los ojos de un foráneo, atajando, bordeando, cruzando solitarios puentes mal iluminados, hasta que tras pasar una plaza pequeña y adentrarnos en una de tantas calles ella hizo un gesto con la mano.
Nos detuvimos frente a una pequeña mansión, un portón grande de madera gastada por los siglos y goznes viejos y herrumbrosos como el llamador que lucía en el centro, reverberando con la luna llena. Tras un par de toques y una nueva sonrisa la puerta se abrió con un leve chirrido al girar sobre su eje. Apareció lo que debía ser el mayordomo, con atuendo carnavalesco, acorde a los fastos que se prodigaban por toda la ciudad.
Nada me había contado sobre la sorpresa, tan solo que era una fiesta muy exclusiva y que lograr una entrada había resultado una titánica tarea. No pregunté más. Ella era mi guía privilegiada en aquel lugar, y tampoco deseaba levantar suspicacias ante tan voluntarioso comportamiento.
- Bienvenidos a la fiesta –nos saludó el mayordomo invitándonos a pasar- si desean cambiarse disponen de un vestuario tras esa puerta de la derecha –dijo señalándola.
-¿Cambiarnos? –miré sorprendido de nuevo a Claudia.
- Ahora no –me apremió-vamos es parte del misterio, cielo.
Si yo tenía alguna inquietud debió manifestarse entonces en mi rostro porque me tomó del brazo y me llevó hacia el vestuario. De una de las puertas salía un murmullo quedo y lejano.
Lo que llamaban vestuario era una estancia pobremente decorada, tan antigua como la propia ciudad, con paredes lechosas que ni siquiera una ventana albergaban y un artesonado de madera carcomido. Por toda luz, un candelabro de velas colgado de las vigas desprendía una oscura iluminación que arrojaba sobre la pared sombras chinescas. En la pared más alejada de la puerta unos armarios labrados servían de modernas taquillas.
Extrajo del bolso una llave y abrió con cuidado una de ellas. Durante un segundo creí atisbar una extraña sonrisa, una simple mueca, pero regresó de pronto su amoroso gesto y me entregó unas ropas cuidadosamente dobladas.
- Te va a encantar, vida mía –sonrió, y selló esta afirmación con un beso.
Su solicitud no era ajena a la que solía mostrar habitualmente, por lo que concluí que lo más acertado era ceder a sus deseos. Era un disfraz de arlequín, un traje a rombos de dos colores, rematado en uno de esos cuellos que suelen verse en los cuadros del siglo quince.
- Cariño, no es que desmerezca el traje, pero creo que te has olvidado de abrigar mis pies –comenté señalándolos.
Vestida con un traje exuberante que realzaba sus ya de por sí generosos pechos avanzó hacia mi y me rodeó con sus brazos.
- Te aseguro que todo está previsto –ahora sí percibí la pícara sonrisa con más claridad- No vas a necesitar zapatos, allí el suelo es de madera, no como éste de piedra. Además… eran muy caros.
- Menos mal –suspiré aliviado- vayamos entonces, que me estoy congelando –y enfilé hacia el corredor que nos había recibido.
- ¡Espera! –exclamó- te falta esto….
Me giré en redondo y advertí que llevaba en la mano un collar negro. Un collar que parecía de perro.
- ¿Y eso para qué es?
Debió adivinar mi estupor, porque mudó su rostro a una sonrisa tranquilizadora en extremo.
- Es muy típico en los Carnavales de aquí, todos los arlequines lo llevan, cielo –mientras lo decía no paraba de sonreír, de mostrarse cálida y amable, hecho que paradójicamente no lograba en absoluto esfumar mi inquietud- No seas tonto, es que no conoces bien nuestras costumbres. Pero no te preocupes, serás el arlequín más guapo de todos.
Atrapado entre su deseo y mi reticencia, finalmente terminé accediendo, y agaché la cabeza para que ajustase el collar. Al levantarla de nuevo me dí cuenta de que pendía una argolla de la parte frontal, pero no dije nada.
Salimos del vestuario ataviados ahora al más puro estilo del Carnaval veneciano. Ella había optado por un vestido con miriñaque ricamente decorado en oro y plata, con un escote tan voluminoso que sus pechos parecían estar a punto de salirse expelidos por la presión misma. Bajo la decoración pintoresca del lugar, basada en antorchas que iluminaban con tenue luz de antaño, flotaba en el aire la sensación de haber viajado atrás en el tiempo.
El corredor era un largo pasillo que distribuía diversas entradas, todas muy similares a la del vestuario que ahora dejábamos atrás, grandes y viejas puertas, de madera húmeda por la neblina que empañaba cada rincón de la urbe en esa época del año. Tan solo una de las puertas estaba guardada por un gigante de casi dos metros que franqueaba intimidante la entrada.
Claudia se detuvo en seco antes de llegar y me miró fijamente. Supe que tenía que decirme aún algo importante.
- Te he dicho que no conoces nuestras costumbres –susurró- así que escucha atentamente.
- ¿Ocurre algo?
- Nada, tan solo quiero darte unas instrucciones para que puedas desenvolverte.
- Cariño, obviaré el hecho de que no pretendo ofenderte ni menospreciar la sorpresa, pero esto es de lo más raro. ¿Instrucciones en una fiesta de Carnaval? ¿Por qué te pones tan seria?
- Cielo, en un Carnaval todo se invierte, esa es la principal regla. Y puesto que siempre te cedo la decisión en todo, por esta vez seré yo la que tenga ese privilegio, ¿de acuerdo? –me miró a los ojos con ternura, aguardando el inevitable asentimiento. Percibí que bajo esa mirada dulce subyacía un propósito oculto, pero no pude discernirlo. Y asentí.
- Solo es parte del juego, yo te daré algunas órdenes y las cumplirás.
- ¿Qué clase de órdenes? –pregunté suspicaz.
- Lo veremos sobre la marcha –y terminó la conversación con un beso húmedo.
Alejó su voluptuosa figura en dirección a la puerta franqueada por el gorila, y se giró haciéndome saber que me esperaba. Llegué hasta ella con unos pasos que me costó más de lo normal andar.
- Por cierto –dijo mientras el guardián abría la puerta- camina detrás de mí. Esa es la primera orden.
Y cruzó el umbral. Tan solo pude seguir sus pasos, acuciado por un extraño vértigo que nacía en mi estómago. Llegué aletargado a un patio interior recorrido por soportales cubiertos y sostenidos con columnas marmolinas lustradas, un lugar repleto de gente en actitudes singulares y desconcertantes.
A simple vista uno habría dicho que era como entrar a un vergel edénico, una suerte de paraíso terrenal. Hombres y mujeres con bandejas iban y venían entre los sofás desperdigados sin orden ni concierto. Curiosamente, algunos de ellos se hallaban sentados en el suelo, mientras que otros, los menos, charlaban con aquellos en la comodidad de los sofás. Como en el pasillo, la luz estaba proporcionada por antorchas y candelabros de velas colgantes, algunos a mucha distancia del techo. Las paredes lucían frescos romanos que recordaban las bacanales de sus ancestros, escasamente vistosos por el juego de sombras que producía aquella luz. Seguía los pasos de Claudia de reojo, mientras escrutaba la singular fiesta, aún fuera de mí por el vértigo y todos los comentarios inquietantes. Ella parecía muy segura, cómoda, y yo sin embargo tenía cada vez más ganas de poner fin a todo.
- Ven, vamos a sentarnos por ahí –y señaló un sofá libre, alejado del centro.
Recorrimos los soportales hasta un extremo de la sala. Las voces llegaban difusas en una marea fluctuante, risas y murmullos en la misma ola, y algunas cabezas que nos seguían con la mirada. Al ir a sentarme en el sofá un brazo me retuvo.
- En el suelo, siéntate en el suelo. No repliques –añadió al entrever la pregunta que ya asomaba.
Obedecí, no sin inquietud, ya perpetua, y cierto recelo.
- ¿No vamos a la barra a pedir algo?
Mirarla desde abajo me causó una cierta excitación, que por supuesto me callé.
- Ahora nos servirán, tranquilo –fue toda su respuesta.
Otro traje exuberante se acercó y comenzaron una animada charla ignorando mi presencia, por lo que me mantuve al margen, escrutando con ojos inquisidores el lugar y las actitudes de los presentes. Fue entonces cuando advertí aquel detalle, según el cual todos aquellos invitados a sentarse en el suelo portaban en su cuello el mismo collar que lucía yo. Busqué entonces los ojos de Claudia, pero seguía inmersa en la charla. Lo que parecía una mujer vestida de arlequín se acercó con una bandeja en la mano. Ahora sí, Claudia se giró y pidió un dry martini. La muchacha se alejó sin darme tiempo a pedir, y Claudia giró de nuevo la cabeza, en lo que parecía un deliberado ostracismo. Empezaba a cansarme de aquella fiesta, y no había hecho más que empezar.
- Ponte este antifaz, cielo –dijo tendiéndomelo.
Lo sopesé en ala mano y me percaté que era más parecido a un antifaz de dormir que a uno de carnaval, pues negaba por completo la visión.
- Con esto me quedaré ciego, ¿para qué me lo pongo?
- Recuerda la inversión de papeles, cariño. Calla y obedece –sentenció con un tirón de mi mejilla.
Con gesto hastiado ajusté el antifaz y dejé de ver cuanto sucedía a mi alrededor. Oía las risas y las voces, pero solo eran parte de un rompecabezas indescifrable, repartidas aquí y allá, en una negrura sin fondo.
- Dale, otra más, que parezca que la tiene en la boca –escuché.
Sobresaltado por un pensamiento repentino me quité bruscamente el antifaz, y delante de mi cara apreció una polla enorme y venosa, empalmada en todo su esplendor. Claudia sostenía en la mano el móvil, sacando divertida unas fotos.
- ¡Hija de mil p…! -exclamé.
Me puse de pie en un salto y cuando iba a abalanzarme sobre el teléfono un golpe intenso en la parte posterior de las rodillas me dobló y me tiró de nuevo al suelo.
- Ni te atrevas a hablarme así, zorra, no ahora que puedo arruinar tu vida con estas fotos –dijo desafiante mientras permanecía doblado- basta con que pulse un botón para que todos hagan de ti burla durante años.
No podía creer lo que estaba oyendo, ni creer que lo estuviera escuchando de boca de mi novia. Las miradas de varios grupos se habían vuelto hacia nosotros y miraban la escena con interés.
- No tienes ningún derecho a hacerme esto, joder, ¿qué coño te pasa? –otro golpe cayó sobre mí, esta vez en la parte posterior del cuello, dejándome momentáneamente aturdido.
- Voy a decirte tres cosas, guarra: la primera que a partir de ahora te diriges a mi como tu Ama o tu Señora; la segunda que cada vez que escuche algo que no me guste recibirás otro golpe, y cada vez; y la tercera, que tu Ama no actúa sin motivo.
Miré hacia arriba, a sus ojos, incrédulo, mientras las lágrimas comenzaban a aflorar por la humillación y la sorpresa.
- Mira Sandra –le dijo a su amiga- la putita está llorando –y prorrumpió en carcajadas que se oyeron en todo el lugar y atrajeron aun más miradas curiosas.
- Ya veo –corroboró la interpelada- y lo que le queda –y rió estrepitosamente junto a Claudia.
Ella estaba disfrutando este momento, teniéndome relegado y a sus pies, llamándome de todo sin que pusiera oponerme en modo alguno. Pero lo que más taladraba mi tristeza era no saber por qué. “Sin motivo”, había dicho, ¿pero cuál era el motivo de tanto odio?
- Dale Sandra, dile a tu sumiso que deje respirar a la putita, se me da que esa polla se le está haciendo apetitosa.
El musculoso tipo se alejó al instante y apartó la monstruosa herramienta de mi cara, una polla de buen tamaño.
- No me extraña Claudia, a juzgar por lo que me has contado este falo debe parecerle una maravilla. Bájale los pantalones, Alberto –el tipo desnudo, aprovechando mi posición a cuatro patas, tiró del elástico del disfraz y descubrió sin pudor mis partes a la vista de todos- ¡mira que ridiculez! Esa cosa es enana –exclamó jocosa.
- Ya lo sé, chica, y pensar que me he engañado tanto tiempo. Súbeselo, por favor, no tengo ganas de recordar miserias.
Con cada risa y cada burla mi autoestima se hundía un poco más en lo que parecía un pozo sin fondo. Su rostro desprendía sin embargo un placer desmesurado que acuchillaba aún más que todas las burlas. Al lado, el hombre desnudo se erguía amenazante, musculoso y presto a obedecer cualquier orden, o a detener cualquier movimiento que ellas considerasen. Trataba de articular una réplica, una queja, pero las palabras no acudían, se habían perdido, o me había perdido yo, en algún lugar recóndito.
- Que calladita está la guarrona ahora. ¿Qué pasa, nena? ¿Tan sorprendida estás?
- No… hay motivo… para esto –balbucí.
- Jajajaja –las risas sonaron ahora profundamente hirientes, astillas clavadas en las uñas- Sí que lo hay, no mientas. Por mentirme te has ganado otro golpecito, nena.
Y otro golpe desmesurado chocó contra mi espalda, justo en medio de las vértebras, haciéndome que me arqueara en acto reflejo, y caer exhausto con los brazos en el suelo, casi besándolo.
- ¿Acaso me crees imbécil como para no saber que has estado follando con otras? ¿Me estás llamando imbécil, puta?
-…-era cierto, era jodidamente cierto.
-¡Que me contestes!
-No Claudia.
De nuevo otro golpe en el cuello, que se sumaba a los que me recorrían la espalda en múltiples direcciones, como calambres que me inmovilizaban.
-Ya no te acuerdas de cómo debes dirigirte a mí, según parece. Pues prueba de nuevo, y otro golpe hasta que lo hagas de la manera correcta.
Su amiga Sandra y los demás curiosos parecían muy divertidos con el escarnio público. Algunos se habían acercado incluso, y comentaban la jugada entre cuchicheos.
…parece que le engañó con otras, se lo tiene merecido el muy…
…de verdad que los hay calzonazos, y ahora míralo….
…y con esa cosa pretende ser macho? Lo que hay que ver…
…mira que ridiculez, nunca ví algo así, jajajaja…
…hicimos bien en venir esta noche, si llego a perdérmelo…
- No mi Señora –respondí tratando de obviar lo que escuchaba para no sentirme todavía más acomplejado
- ¿Ves como puedes ser una buena zorra? Te has ahorrado un sufrimiento innecesario. Este que te golpea con un solo chasquido de dedos se llama Alberto, y a diferencia de ti es un macho de verdad, fuerte, musculoso y con un buen rabo, como debe ser –tomó el rostro de Alberto entre sus manos y le besó de tal modo que la lengua debió llegar profundo- Puede hacerte mucho daño si sigues haciendo el tonto… si golpea tan bien como besa –y añadió una mirada de lujuria hacia su miembro erecto.
La amenaza del dolor se volvió inocua frente a la mención de la superior hombría y al hecho de que mi novia (más bien exnovia) demostrara públicamente un deseo exacerbado por ese hombre. Con cada humillación lograba que mi ego se disipara un poco más. Ni quería ni podía balbucir lamento alguno. Las lágrimas nacían solas y morían en las mejillas de un rostro inerte.
- Dado que eres una zorra hoy vas a tener ración de polla hasta que me harte. Te tocó la lotería, nena –rió burlona- Alberto, ponle esa polla tan magnífica que tienes cerca de la boquita, anda.
De nuevo el armario empotrado se colocó enfrente con su miembro erecto apenas a unos centímetros de mi cara, un miembro enorme, de glande morado y liso, y un tronco venoso y potente.
- Aguarda un segundo, putita. Dado que estamos en carnaval y vas a comerte tu primer rabo tenemos que hacerte más femenina, ¿no te parece, Sandra?
- Dudo que la zorrita pueda tener ese privilegio –rió divertida- pero podemos pintarle los labios para que se lo crea.
- ¡Excelente idea! –exclamó Claudia- ve por uno de tus pintalabios, querida, pero que no sea de los caros –añadió- esta es una furcia barata, y los tuyos son para zorras de más calidad.
Seguía pulsando las teclas de la humillación con la precisión de un pianista de filarmónica, doblegando una voluntad ya bastante hundida. La interpelada revolvió en su bolso unos instantes y le tendió el maquillaje a Claudia, que se acercó triunfante.
- Quédate quieta, o además de furcia pensarán que eres una torpe que ni siquiera sabe maquillarse como es debido, nena –y dijo esto último en voz alta, esperando las risas que llegaron al instante.
Delineó mis labios con sádica pasión, y firmó su venganza apoyando los suyos húmedos en los míos recién pintados, un pico de mujer a mujer. Nada podía ser ya más denigrante.
- Dale putita. Chúpala como se chupa una polla de verdad, y da gracias por el alimento.
- Gracias por el alimento… Mi Señora –acerté a decir asqueado y a punto de derrumbarme.
- Bien, así se hace, hay que ser educado ante todo. Ahora… chúpala.
No quería mirar con los ojos, no quería ser consciente de estar ahí postrado, obedeciendo unas órdenes humillantes y delante de un grupo de gente divertida con la lascivia sádica de mi exnovia. Bajé los párpados y adelanté la cabeza, dispuesto a que el trago pasara lo antes posible. Posé la lengua en el glande morado, y lo recorrí por impulso, llevado de una motivación ajena a la lujuria, mojando con mi saliva y mis lágrimas el tronco venoso, y succionándolo por completo en mi boca, mientras se manchaba, imaginaba, con el carmín de mis labios recién pintados.
- Eso es, putita, muy bien, pero abre los ojos, quiero que veas en todo momento lo que estás haciendo, quiero que veas a que está obligado el perdedor por la mera voluntad de la ganadora.
Al abrirlos el dolor se hizo aún más patente, lamía el cilindro con la lengua para evitar metérmelo por completo en la boca, pero Claudia empujaba mi cabeza desde atrás y lo introducía hasta la campanilla, mientras Sandra y otros curiosos falseaban la escena con sus cámaras. A mi pesar una fuerte erección me estaba empalmando, y en mi interior se libraba una lucha entre el placer y la humillación.
- Mira como se empalma la guarra, Sandra, acertaste al decir que era una comepollas de primera.
- No es justo que se lo pase tan bien, querida, igual con esto le bajamos un poco las ganas –y por el rabillo del ojo observé que le entregaba a Claudia algo rígido y alargado.
Seguía lamiendo el falo, ahora con una fruición que hubiera juzgado impropia de mi, olvidado de los curiosos y de las cámaras, cuando chispas de dolor restallaron con un inconfundible sonido en mi espalda, y me obligaron a arquear la ya dolorida espalda. De mi boca ocupada con el pene de Alberto surgió un aullido mitigado.
- Tranquila perrita –rió Claudia desde atrás- solo es para que asocies el dolor al placer desde este momento, porque así es como lo sentirás durante toda esta noche, y quién sabe si durante mucho más tiempo…
Dio a la incógnita un tono sarcástico que pretendía flagelar mi espíritu al tiempo que mi cuerpo y mi mente. Y lo estaba logrando. Mientras el impulso desconocido por adorar el pene con mi lengua se apoderaba de mí empecé a sentir los latigazos de una manera distinta, ampliaban el placer adornándolo con quejidos de una piel y un cuerpo que sentía lejanos en la distancia, y de nuevo a mi pesar la erección se mantenía, e incluso mejoraba.
Durante minutos continuamos el bizarro trío como en un circo frente a aquellos extraños espectadores que jaleaban la escena con perturbador ánimo. Mi exnovia aplicaba a mi espalda y a mi culo un correctivo ejemplar a base de fusta, mientras yo me ocupaba de la polla de Alberto, ayudándome solo de la boca y a cuatro patas, recorrido mi cuerpo por oleadas de un placer desconocido que nublaba mi mente y anulaba mi voluntad.
- Sandra querida –dijo como despertando de un sueño- trae esos juguetitos tuyos ¿quieres?, y el espejo, hazme el favor.
La exuberante mujer se marchó y volvió al poco con algunos objetos. Otro hombre fornido apareció delante e instaló un espejo rectangular grande que me permitía ver con claridad todo lo que ocurría detrás de mi.
- ¿No será un poco grande? –oí preguntar.
- Entrará perfectamente, también tiene un culo tragapollas, ya verás.
Al oír la mención a mi culo me estremecí y saqué el pene de mi boca, pero una bofetada me recondujo al falo y a mi tarea, temblando todo mi cuerpo, devuelto a la realidad en la que todo podía ocurrir, al margen de mi voluntad.
- No te preocupes putita, se que te va a gustar que te folle aunque al principio desees que acabe contigo, a todas las zorras les gusta, como a esas que te tiraste, ¿verdad? –era obvio que cualquier objeción no iba a apiadarla, que no había réplica, y que mi resistencia solo me aportaría mas bofetadas, puñetazos o latigazos- Poned el espejo más a la derecha, quiero que lo vea bien, que me vea follándole el culo y aprenda cuál es su lugar. Asegúrate de que tiene los ojos bien abiertos, guapo Alberto –le dijo con tono insinuante.
Se deshizo de la falda abultada del disfraz y apareció vestida con un body que nunca jamás había empleado conmigo, negro y rojo, plagado de transparencias, y ajustó en la entrepierna el artefacto, mayor que el que ocupaba mi boca. A través del espejo ella me sonreía, con malicia y divertimento. Unos dedos hurgaron sin piedad en mi ano, se introdujeron unos milímetros y volvieron a salir. Y volvió a repetir la operación varias veces, cada vez en mayor número, produciéndome sensaciones encontradas, de nuevo de dolor y placer. Observé como extendía algo por falo, recorriéndolo de arriba abajo con las palmas de las manos, y al instante sentí el contacto de algo frío y pegajoso en mi cavidad que se contraía por reflejo del pánico. Aunque Claudia parecía concentrarse en la tarea no dejaba de echar miradas de soslayo para comprobar mi grado de humillación.
- Ahora la putita va a tener dos pollas para ella solita, hoy es un día grande. Sandra, no dejes de sacar fotos de esta guarra en un momento tan especial para ella.
Y sin previo aviso algo me atravesó de parte a parte. Se abrió paso en mis entrañas desgarrándolas, con una facilidad que solo podía deberse al lubricante. Empujó hasta el fondo y lo apretó, haciéndome sentir como un pavo relleno, dejándome sin respiración mientras Alberto me tomaba de la cabeza y la empujaba hasta su pubis. Mis jadeos se mezclaron de improviso con los lamentos que salían desordenados de una garganta ocupada. Con el culo y el dildo lubricados empezó un duro mete saca que se prolongó durante más de diez minutos, hasta que Alberto, estimulado por mi lengua y mis jadeos de dolor, y los gemidos de placer de Claudia acabó ruidosamente en mi boca, descargando la primera lechada en el fondo de la garganta y haciéndome toser.
- Ahora límpiala, no dejes ni una gota, escuché decir a Claudia- la corrida de alguien superior a ti es algo que no puedes desperdiciar.
Con unas pocas lamidas dejé el miembro limpio de nuevo, y mi autoestima definitivamente destruida, en el fondo de algún oscuro cenagal. Había sido violado, en el sentido más estricto de la palabra, follado contra mi voluntad. Por mi novia. Y ahora ella tenía las pruebas fotográficas que podían destruir mi fama y mi reputación para siempre. Sin duda parecía muy capaz de hacerlo. Ella había portado siempre su antifaz de carnaval, mientras que mi cara permaneció al descubierto desde el principio. No había escapatoria.
- Mi querida Sandra –dijo Claudia- ha sido el mejor comienzo de fiesta que recuerdo en mucho tiempo. No sé ni cómo agradecértelo.
- Claudia, preciosa… -replicó- a mi se me ocurren unas cuantas maneras, y aun queda mucha fiesta por delante…
- Vaya que sí, ¡que viva el Carnaval!
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